Gobierno Gabriel Boric y el signo de los tiempos
Gobierno Gabriel Boric y el signo de los tiempos
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Правительство Габриэля Борича и знамение времени
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El artículo sostiene que el triunfo del presidente Boric se sustenta en una corriente de fuerzas que tiene el carácter de lo que Maquiavelo atribuía a la Fortuna y que Hegel llamaba un espíritu de época, esto es, un momento en el que las tendencias de la sociedad, el clima de la opinión pública y los juicios dominantes en la ciudadanía permitieron la hegemonía de un proyecto de reformas profundas. Asimismo, la energía democrática del proceso y su naturaleza más reformista que revolucionaria, permitió que Gabriel Boric superara al candidato comunista (Daniel Jadue) y a la populista de izquierda (Pamela Jiles), para luego derrotar al candidato de la ultraderecha en la segunda vuelta. Ese “mar de fondo” tiene al mismo tiempo contradicciones, valores en disputa y riesgos de regresión conservadora, por la propia dinámica radical que el período incuba. En ese contexto, plantea que Boric debe evitar la tentación jacobina, equilibrar sus virtudes idealistas con un mayor realismo de la acción y, sobre todo, estructurar una nueva coalición, más amplia y sólida, en torno a un proyecto de reformas estructurales en Chile.

Ключевые слова
política chilena, nueva coalición política, Gabriel Boric, regresión conservadora.
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Получено
02.04.2022
Дата публикации
09.06.2022
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1 Un año antes de asumir la presidencia de la República, Gabriel Boric no era candidato al cargo. Tenía un liderazgo reconocido en el país y era una de las principales figuras de su generación, pero esa decisión no estaba en su horizonte inmediato. Incluso, en las encuestas tampoco se avizoraba como uno de los presidenciables favoritos. Su candidatura surge como necesidad para las elecciones primarias: el Frente Amplio debía presentar su propia opción para competir con Daniel Jadue, el candidato del PC, que en ese momento era el favorito de la coalición.
2 Lo que parecía inicialmente una candidatura testimonial se transformó en la vencedora. ¿Por qué? o ¿qué explica ese giro en los acontecimientos? En retrospectiva, se podrá reconstruir la sucesión de los hechos y episodios que marcaron esa ruta: la épica previa para lograr las firmas de su inscripción en las primarias, la performance en los debates, los gestos al Partido Socialista, el peso del fenómeno anticomunista, los errores del propio Jadue; y, luego, los hitos políticos y simbólicos de la campaña de la primera vuelta y su giro y apertura de la segunda vuelta. En ellos se encontrarán las claves que forjaron la identidad de Boric y le permitieron el triunfo.
3 Sin embargo, creo que es útil explorar otra variable, que normalmente opera como un mar de fondo: el carácter o signo de los tiempos. Maquiavelo asociaba esa idea a la noción greco-romana de la diosa de la Fortuna, Hegel la trata como el espíritu de la época y, en las corrientes políticas modernas, el pensamiento conservador la aborda como parte de la Providencia, mientras que la tradición marxista la observa como un lazo entre las condiciones objetivas y subjetivas de una situación revolucionaria. Miradas con detenimiento, todas ellas aluden a los rasgos que marcan una etapa, a un espíritu dominante del momento, a fuerzas que articulan un destino o a un impulso que se vuelve hegemónico. Todas son variables intangibles, pero que operan y tienen su propio peso fáctico, que son en sí mismas un factor de poder.
4 Sin embargo, para ninguno de esos autores son corrientes únicas o excluyentes. Más bien al contrario, están sujetas a contradicciones y ambivalencias, a creencias, ideas, valores y normas en disputa y, aún más, en evolución, jamás estáticas. En Maquiavelo prevalecía la advertencia de que la Fortuna podía ser veleidosa, que depender solo de ella era una fuente de debilidad y que, incluso, al ser así, podía ser la causa del destino trágico de un príncipe. Hegel nunca dejó de considerar el espíritu de la época como un fenómeno dialéctico, que requiere de un acercamiento a las condiciones y circunstancias que condensa un período y que, al mismo tiempo, está en movimiento y cambia. La aproximación religiosa a la Providencia es la de una disputa eterna con el mal, que muchas veces logra vencer y tener un lugar entre los hombres. Y, a su vez, los juicios históricos de Marx tendían a seguir en este punto a Hegel y, de hecho, pensaba las revoluciones como una etapa de transición de una época a otra, de una sociedad a otra, con riesgos de retrocesos, como a él mismo le tocó enfrentar en torno a los movimientos revolucionarios de su tiempo.
5 El punto siempre difícil de dilucidar es si algunas de las corrientes dominantes serán un punto de inflexión sustantivo, suficientemente fuerte para marcar una época o un ciclo entero, o serán solo un hiato, es decir, un período relativamente acotado, aunque intenso, que deja una huella sin alterar realmente los patrones de una etapa histórica. A mi juicio, el triunfo de Boric está asociado a una corriente dominante, a un espíritu de los tiempos, pero cuya hegemonía no está asegurada y, por lo tanto, enfrenta riesgos de regresión o reformulación conservadora. Pensar distinto es creer que se está, por fin, ante un “fin de la historia” de carácter progresista.
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Rasgos del momento

7 Explorar este aspecto de nuestra realidad política permite advertir sus desafíos, indagar la naturaleza de ella y ponderar las contradicciones en juego, que ocurren en una sociedad más compleja, más diversa y más abierta al mundo. Separaré algunas variables, tratando de hacer distinciones sobre ellas, para luego reunir esas observaciones en algunas preocupaciones políticas sobre la presidencia de Gabriel Boric.
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El estado de ánimo de la ciudadanía

9 El estallido social fue una expresión del malestar y la ira contenida, tanto en sectores populares como en la clase media. Fue el cambio cualitativo de una acumulación de desilusiones, frustraciones e indignación por las desigualdades que no hemos sido capaces de superar, la exasperación frente al abuso y la corrupción y la pérdida de esperanzas en el progreso del país, como también en el progreso personal. La pérdida de legitimidad de las instituciones y de la propia democracia se volvió evidente y nítida; por eso la idea de una nueva Constitución adquirió tanto peso y pudo encauzar la crisis.
10 Pero, al mismo tiempo, al lado de la ira popular, que es un fenómeno de los sectores activos de la ciudadanía, hay también una desesperanza más sorda, políticamente inactiva, pero tanto o más profunda e igualmente viva que el malestar. Es lo que está detrás de la alta abstención en todas las últimas elecciones, que normalmente supera el 50%. De hecho, a pesar de la importancia y simplicidad del plebiscito por la nueva Constitución, en octubre de 2020 sólo participó un 51% del electorado versus el 89,1% del plebiscito de 1988. Un contraste enorme y sintomático.
11 Vale decir, hay descontento y se mantiene latente la indignación, pero es más honda la desesperanza. Ésta tiene rasgos estructurales y constituye — en ese sentido — un auténtico espíritu de época.
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¿A qué me refiero con eso?

13 En primer lugar, es un escepticismo ante el futuro. Para precisar, es algo distinto a la falta de expectativas dado que no se limita a aspiraciones o demandas concretas. Tampoco es un mero pesimismo, que podría considerarse circunstancial o propio de una coyuntura económica. Y no es un juicio que se reduzca a la política y sus ripios, sino que es un juicio fundado en las corrientes globales que se observan y en la sensación que se tiene sobre el país.
14 Hasta hace un tiempo la categoría que condesaba esos rasgos era la noción de incertidumbre y la conceptualización que hizo el sociólogo alemán Ulrich Beck sobre “la sociedad del riesgo”. En las últimas décadas, en que los éxitos de la globalización atraparon la imaginación de muchos sectores, no solo de las élites, hubo espacio político para el relato de que se podía enfrentar la incertidumbre desde el desafío y las oportunidades, a base de la competitividad, la flexibilidad laboral a nivel mundial, las ventajas de abrirse a los mercados mundiales, el entusiasmo con las revoluciones tecnológicas y la valoración de la diferencia y el multiculturalismo, que permitirían contener o moderar los peligros.
15 Actualmente, aunque subsiste, ese entusiasmo dejó de ser hegemónico. A partir de 2001, por los atentados del fundamentalismo islámico y las guerras que empujó Estados Unidos, y sobre todo a causa de la crisis global del año 2008, esa incertidumbre se volvió amenazante en casi todo el mundo: subsiste la fragilidad económica, la inestabilidad del trabajo afecta a sectores populares y debilita a las clases medias, resurgen las guerras nacionalistas y el integrismo, los estados fallidos agravan las corrientes migratorias. Al igual que los gobiernos, las instituciones globales resultan impotentes en su esfuerzo por contener esos procesos, propiciando así fenómenos populistas, liderazgos autoritarios y conflictos militares. Esa tensión subsistirá en las próximas décadas. Es un factor latente en la mente de la ciudadanía; es visto como una realidad que nos rodea, no sólo como lejanas “noticias” del mundo.
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En segundo lugar, ese decaimiento de la idea de progreso, ya sea por las crisis económicas, las tensiones geopolíticas, el cambio climático o los riesgos del reemplazo del trabajo por nuevas tecnologías, derivan en lo que la académica española Máriam Martínez-Bascuñán llama una “democracia sin promesa”. A su juicio, “la legitimidad de la democracia liberal había dependido hasta ahora de una narración que contenía esa idea de progreso. Desde la Revolución Francesa, toda la historia de las ideas se caracterizó por alimentar un precepto fundamental: el camino hacia una humanidad más próspera. Para algunos filósofos esto significaba que la humanidad sería más racional (Hegel), más pacífica (Kant), más libre (Stuart Mill), más igualitaria (Tocqueville o Marx)”*. Lo que tiende a ocurrir, por el contrario, es que “se nos ha esfumado la idea de progreso, se ha quebrado el pacto hobbesiano del Estado protector y se ha deshecho la red de cohesión social que garantizaba una importante dosis de legitimidad hacia los sistemas políticos que ahora se tambalean”**.

* Democracia sin promesa. Máriam Martínez-Bascuñán. El País de España, 22 de agosto de 2016. ** Ibidem.
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Si aplicamos esa reflexión a nuestro país, queda claro que esa fue la esperanza que despertó la independencia frente al dominio español, es el debate que cruzó los orígenes de nuestra República y, a medida que se amplió la democracia, es la pugna entre los grandes proyectos históricos que marcan nuestras corrientes políticas: la revolución desarrollista de la izquierda, incluida sus versiones revolucionaria y socialdemócrata, el reformismo socialcristiano y el reemplazo del viejo corporativismo de derecha por el neoliberalismo conservador que articuló la dictadura. La transición a la democracia representó esa aspiración de progreso e igualdad por al menos dos décadas, pero comenzó a decaer en paralelo a esta crisis global post 2008. Frente a ella, Michelle Bachelet representó la idea de la protección social frente la fragilidad de la vida y Sebastián Piñera la ilusión de que habría crecimiento y seguridad. El estallido de 2019 es la ruptura de ese imaginario y, en ese sentido, la nueva Constitución y la elección de Boric son la esperanza de un nuevo proyecto, pero para la ciudadanía activa, no todavía para esa ciudadanía que mantiene un cauto escepticismo o conserva una distante desesperanza.

18 En tercer lugar, el relato contra la globalización, que en algunas de sus vetas también lo es respecto del neoliberalismo, se articula en torno a la impotencia de los Estados, a su incapacidad de contener o encauzar los cambios que los sobrepasan. Es lo que sucede con la irrupción de las tecnologías en el empleo, la destrucción o reemplazo de empresas o rubros enteros, la hondura del cambio climático, el peso de la vieja geopolítica en las tensiones actuales, el sincretismo cultural que se riñe con tradiciones y creencias. En torno a estos cambios, cuya acumulación genera inestabilidad, la posibilidad del progreso es reemplazada por los discursos más apocalípticos, por la imaginación distópica que demanda ser enfrentada desde el control, de algún tipo de certeza y seguridad, que a su vez suele ubicarse en la identidad, ya sea de una comunidad, de una clase, de una etnia, de la nación o simplemente de grupos de poder.
19 En ese sentido, la retórica apocalíptica — que Boric también tiende a utili- zar — trata de reestablecer esa promesa de certeza y seguridad: un conjunto de males que exigen una respuesta moral y política; un miedo al cual ofrecen solución. Detrás de esa aspiración sobrevive la idea del Estado moderno, esto es, que las sociedades pueden dirigir la política, que las leyes pueden definir límites y controlar los hechos, y que la democracia puede gobernar conforme a las decisiones de la mayoría. Esa promesa sigue latente en el discurso público y está más presente — de nuevo — en la ciudadanía activa o más politizada, tanto progresista como conservadora. Está en la base del slogan de la campaña por el Brexit, “recuperemos el control”; está en el sustrato de las corrientes nacionalistas y del republicanismo comunitario, que busca recuperar el poder de los contornos conocidos versus los globalistas; y late detrás de los movimientos identitarios que se transforman en un auténtico refugio de certezas esenciales, atávicas y ojalá inamovibles (respecto de la naturaleza, pueblos y culturas ancestrales, trabajos y oficios, etc.). Ese activismo, luego, se manifiesta en el ejercicio del voto, en la movilización social y en la participación ciudadana que quiere ser incidente, pero también en la polarización y la intolerancia.
20 A su vez, en contraste con ella, la desesperanza de amplios sectores sociales se explica (consciente o inconscientemente, explícita o implícitamente) en la creencia de que votar, movilizarse o participar no va a cambiar realmente el estado de las cosas o que hay tendencias que tienen su propia dinámica al margen de cualquier poder. En muchos casos es la aceptación madura de los fenómenos políticos, pero en muchos otros es la nueva versión de un cierto “orden natural”, más bien pesimista o fatídico, de que un cambio real no es posible. La diferencia entre una actitud y la otra, a mi juicio, radica en que el escepticismo es una actitud política que se mueve desde la prudencia y la madurez crítica de la población frente a la inestabilidad o la inseguridad, que puede ser muy valiosa y éticamente consistente. A partir de ese escepticismo se pueden movilizar valores civilizatorios. Pero también, obviamente, puede derivar en rasgos cínicos que privilegien el mero interés personal, la relación pragmática u oportunista hacia la autoridad y el desinterés respecto del bien común o un propósito colectivo.
21 Vale decir, la inestabilidad de la era de cambios acelerados a la que asistimos deambula entre dos polos: esa ilusión del control que el populismo catastrofista suele usar de un modo conservador (ya sean conservadores de izquierda o de derecha) y que necesita un enemigo, un chivo expiatorio en torno al cual concentra los males y peligros del presente, como los inmigrantes, los marginales o la élite, otras naciones o poderes ocultos; y un juicio de realidad más aterrizado, prudente y realista, que acepta la finitud de la política en la resolución de los problemas y que los asuntos públicos requieren de gradualidad y esfuerzo. Esa tensión entre la tentación populista que alienta la polarización y el facilismo y las vetas más sanas del escepticismo, que permite una mirada crítica, nos va a acompañar por un buen tiempo.
22 En cuarto lugar, mirando más específicamente el caso de Chile, estos fenómenos y tendencias se han agudizado en los últimos años por la rigidez de nuestro régimen político y la fragmentación del sistema de partidos. Para los últimos gobiernos ha significado el bloqueo de sus reformas y la parálisis de su agenda. Frente a la ciudadanía, eso agudiza la sensación de impotencia: reformas se entrampan por años, hay lentitud y atonía en la resolución de las crisis políticas, rigideces institucionales para despejar los conflictos de poder, larga judicialización de las decisiones públicas, incapacidad del Estado para abordar y promover los derechos sociales y ausencia del Estado en conflictos graves. La propia imposibilidad de reemplazar democráticamente un mal gobierno, a su vez, deriva en que las crisis políticas se transformen rápidamente en crisis institucionales.
23 De hecho, a mi modo de ver, la mayor falla de la ideología neoliberal es que la ausencia e inacción del Estado le otorga un peligroso terreno al crimen y sus mafias. Es directamente responsables de que, ante la indolencia del Estado, el narcotráfico amplíe su espacio e infeste las instituciones con sus redes de corrupción e influencia. La resistencia neoliberal a las políticas sociales activas son las que, al final, debilitan la autoridad y la legitimidad del Estado.
24 Lo que estos cuatro puntos remarcan, de un modo muy entrelazado, es el carácter estructural de ese estado de ánimo ciudadano y por qué es paradójicamente coherentes esa simultaneidad entre la polarización y la mayor abstención electoral.
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Los momentos revolucionarios: una analogía histórica

26 Lo peor que le puede pasar a un movimiento reformista o revolucionario es dejar de observar las contradicciones que este cuadro envuelve, restar valor a la ambivalencia que ellas generan en la población y creer que el estado de las co-sas alcanzó un punto irreversible. Nuestra propia experiencia nos alerta dramáticamente al respecto. En ese sentido, vale la pena indagar la analogía clásica que ofrece la revolución francesa: la irrupción revolucionaria, su fase jacobina, la reacción conservadora (llamada Termidor), su reemplazo por el Directorio y después la dictadura personal de Napoleón, que pasa de su reivindi-cación de la Republica a la idea de consolidar los principios de la Ilustración bajo las formas del Imperio. Su caída significa la restauración monárquica, pero siempre débil, hasta que la República finalmente se impone.
27 Esa evolución y esos giros son una recurrencia histórica. Es lo que Maquiavelo describe respecto del ascenso y caída de Savonarola: el entusiasta período republicano y moralizador que encabeza, su duro enfrentamiento con la corrosión del Vaticano, el agotamiento de sus excesos, su fragilidad frente a los golpes de la reacción y el retorno de los Medici, que — sin embargo — será un antecedente de Lutero, el surgimiento del movimiento protestante, la escisión de la Iglesia y la transformación de la cristiandad hasta ahora. Más cerca en el tiempo, después de Mayo '68 y la huelga obrera que lo apoyó se realizaron elecciones presidenciales, que Charles De Gaulle volvió a ganar, pero sólo por un corto periodo de tiempo. Cede el poder a Georges Pompidou, luego gana un liberal (Valery Giscard D’Estaing) y luego la izquierda, en 1981, con François Mitterrand.
28 Lo que quiero consignar con esos ejemplos es que, en un ciclo largo, los momentos revolucionarios tienen retrocesos y, a su vez, las reacciones conserva-doras tampoco logran restaurar el status quo del pasado. Vale decir, el germen de la crisis puede encontrar otros caminos. Por su parte, la izquierda acuñó sus propias advertencias respecto de las reacciones conservadoras en sus revolu-ciones, lo que desde la década de 1930 se llamó el “estalinismo termidoriano”. Es decir, que Stalin fue el Termidor de la revolución bolchevique, representó la reacción conservadora que concentró el poder y formó su propia oligarquía. En América Latina sabemos de aquello: la evolución autoritaria de los regímenes cubano, venezolano y nicaragüense tienen ese mismo carácter: el ímpetu revolucionario de sus gestas es sometida a la horma del orden. La tensión entre la izquierda democrática y la izquierda autoritaria subsiste desde entonces y, para algunos, pasó a ser entre la izquierda reformista y la izquierda revolucionaria, porque la tendencia jacobina contiene los riesgos de su desborde o, en esa necesidad de contención, su involución autoritaria.
29 ¿Por qué importan estas distinciones respecto del momento que atravesamos? En primer lugar, Gabriel Boric es hijo del momento radical de los últimos años. Pero, la pregunta sobre por qué no fueron Daniel Jadue o Pamela Jiles los que representaron mejor ese espíritu, requiere entrar en los matices previos. Mi apreciación es que estamos frente a un movimiento de reformas profundas, pero no exactamente revolucionario (al menos no en los términos clásicos) porque no es moderno, carece de un proyecto o modelo histórico. A su vez, tiene expresiones populistas (tiende a prometer y buscar soluciones “aquí y ahora”) que además son políticamente transversales, dado que hay corrientes populistas tanto en la izquierda como en la derecha. Pero, al mismo tiempo, se trata -sobre todo- de un momento democrático, a ratos más libertario e incluso anarquista o estrictamente espontáneo que sujeto a una conducción orgánica.
30 Jadue y Jiles sucumben por una mezcla de esas diferencias: Jadue está más conectado a la escuela nasserista del mundo árabe, un tipo de desarrollismo nacional-populista, laico pero vertical y autoritario, que es distinto de la tradición racionalista-republicana de los comunistas europeos que marcaron al Partido Comunista chileno; mientras que Jiles es una expresión más cultural o performática, sin mucha capacidad para articular un proyecto y una organización alrededor de ella. El hecho de que el cauce de la votación identificada con la socialdemocracia haya ido a Boric, ya sea el de las bases socialistas o de los que se han identificado con las corrientes liberal-progresistas, resultó bastante natural y fluida.
31 En segundo lugar, por su propia trayectoria y estilo, Boric ha sido parte del reformismo radical activo y tenía una base de legitimidad para representarlo: fuer parte de las movilizaciones estudiantiles, de las protestas callejeras, de las causas identitarias de movimientos sociales, de las demandas gremiales de diversos sectores, de la comprensión hacia el indigenismo radical e incluso el indigenismo nacionalista, del talante esencialista de la intelectualidad progresista, del relato de “las soluciones de fondo” y del imaginario de un cambio estructural.
32 Lo propio del jacobinismo es el impulso de cambio y la tensión que genera en el sistema para acelerar las profundas transformaciones políticas y sociales. Cuando el ex presidente de Revolución Democrática Sebastián Depolo señalaba que “nosotros vamos a meterle inestabilidad al país porque vamos a hacer transformaciones importantes”, en realidad estaba sincerando un punto. Es la expresión de una voluntad política que asume que esa es una consecuencia necesaria y eventualmente inevitable. Y, normalmente, a partir de ahí, el relato tiende a vivir el momento desde una actitud de “alerta” y “urgencia” de los cam-bios. Con más cuidado táctico, esa es la estructura narrativa de Boric.
33 Ahora, su desafío obvio es cómo procede a resolver la complejidad y los dilemas de esas energías sociales. El drama de la tentación jacobina se mueve en un doble efecto: o su radicalismo mueve el péndulo, en nombre de la defensa de la justicia y la libertad, hacia su imposición violenta y autoritaria; o el desborde de las fuerzas se transforma en una espiral expansiva, es decir, las demandas de sus propios movimientos no reconocen límites y el contagio sistémico de ese espíritu radical socava las condiciones básicas de la estabilidad y orden.
34 En términos clásicos, es la tragedia asociada a la hybris, a la desmesura. Es probablemente el problema político más complejo y sensible del período. Tiene una solución democrática, pero necesita la instauración de un orden básico y el ejercicio de la legitimidad para contener y encauzar las fuerzas de cambio.
35 En tercer lugar, frente a ese riesgo de la desmesura, del desborde de las energías desatadas, cabe la pregunta ¿en qué consiste el riesgo termidoriano? o ¿qué otorga viabilidad a los intentos de una restauración conservadora? La acusación sobre el poder de la reacción y su intransigencia, que siempre existe, puede ser un refugio, un consuelo, que debería ser relegado a su lugar. Opera, interviene, se despliega. Cualquier poder fáctico tiene consciencia de su posición y actúa en consecuencia. Es lo previsible. El discurso moral o la mera recriminación no basta y nunca ha bastado. El punto es que su poder real descansa en las condiciones de legitimidad que logra su ofensiva. Ese es, siempre, el problema político de un proceso reformista o revolucionario.
36 Un recurso muy eficiente y bien conocido por nosotros, que ha hecho escuela en la derecha radical, consiste en movilizar el miedo al cambio; un miedo tiene su espacio a partir de la desmesura de los actores y del desborde de los movimientos. En nuestro caso, para aterrizar este punto respecto de la Convención Constitucional y el inicio del gobierno de Boric, el agotamiento con cierto abuso de las expresiones simbólicas, la soberbia que desde el comienzo transmitieron muchos convencionales, la intolerancia a la diferencia y la apelación a la traición por sostener un punto de vista distinto, el patrón de éxito que parlamentarios y líderes sociales ven en el radicalismo previo del propio presidente Boric y sus actuales ministros, el entusiasmo populista de otros tantos, la legitimidad de la radicalización que empiezan a reclamar los líderes sociales de la base social de la derecha y el clima de tensión que ello genera.
37 Eso produce un paulatino agotamiento del estilo (los estilos también tienen su ciclo), una pérdida de legitimidad del radicalismo y un cansancio respecto del clima de irritación que se genera. Ahí radica, enseguida, el impulso al orden. La aprensión esencial que se debe cuidar, a mi juicio, es respecto del proceso de fascistización de la base social de la centroderecha y de sectores poco politizados, que se mueven dentro de ese miedo o dentro de la angustia. Ese riesgo fascista está latente, porque tiene líderes, organización y recursos destinados a articularlo. Por nuestra historia, ya sabemos que no es eficaz enfrentarlo solo a través de la denuncia, sino abordando las tendencias que lo incuban, que lo permiten, que les otorga ese espacio de legitimidad.
38 En cuarto lugar, como describía previamente, la restauración conservadora también se produce desde la reformulación estratégica de sus fuerzas. Su versión más burda es el “gatopardismo”, el cambio que en realidad no cambia sustancialmente nada. Algo de eso va a ocurrir, lamentablemente, con la limitada reforma al régimen político que va a salir de la Convención Constitucional. Si tiene éxito, si gana el Apruebo en el plebiscito, se va a mantener el presiden-cialismo y la existencia de una Cámara Alta, que ahora se va a llamar la Cámara de las Regiones en vez de Senado. Es decir, no habrá un giro real en la llamada “sala de máquinas” del poder. En torno a ese diseño ya se pueden dibujar las nuevas fuentes de poder oligárquico que existirán en las regiones y en el poder central. Si, más aún, prospera la idea de igualar los movimientos sociales a los partidos políticos, como defiende parte de la izquierda radical, lo que tendríamos es una nueva versión del corporativismo y la fragmentación de las fuerzas políticas, que volverían más difícil un bloque de transformaciones en base a una mayoría.
39 Esa restauración oligárquica también puede adquirir variantes más sofisticadas de acomodo a las tendencias en curso. Creo que el ejemplo de la dictadura está a la mano y es históricamente cercano para la propia derecha: encaró la crisis estructural de su proyecto de mediados del siglo XX con una renovación neoliberal-conservadora, que ahora sabe está en crisis, pero que tiene otros modelos a la mano: el conservadurismo compasivo, el republi-canismo corporativista y el populismo antiglobalización proto fascista. Cada uno de ellos, en una derecha más dispersa, tiene sus liderazgos activos y conforma redes de pensamiento. Es parte del debate político-ideológico que actualmente mantiene la derecha.
40 Por cierto, la centroderecha o una parte relevante de ella también puede reinventarse bajo versiones más democráticas, como las que recientemente han representado Emmanuel Macron o Angela Merkel, esto es, un liberalismo globalista democrático y plástico que aglutina a los “ganadores de la globa-lización” y se mezcla culturalmente con el espíritu libertario, o ser la reedición de un socialcristianismo moderadamente reformista anclado en la centroderecha. No sería linealmente el retorno a la ortodoxia neoliberal-conservadora que hegemonizó a la derecha desde la dictadura, sino la rearticulación de un proyecto frente al reformismo radical y sus dificultades. Eso está abierto.
41 Mi aprensión, considerando nuestra propia experiencia histórica, es que el maximalismo de las posiciones y la falta de comprensión de cuáles son las disputas de poder real en juego, afecte la construcción de un bloque amplio y suficientemente sólido, necesario para encarar las reformas estructurales.
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Los valores de sociedad en disputa

43 La interpretación del carácter de las movilizaciones de los últimos años y, por lo tanto, la apreciación sobre cuál es su contenido histórico, es todavía una zona de disputa. La lucha por hegemonía sobre ese relato es inevitablemente una lucha política. Es relativamente claro que la convergencia de las movilizaciones estudiantiles por una educación gratuita y de calidad, la demanda por un sistema de salud que otorgue garantías de atención y calidad, el peso que adquieren para las familias las pensiones de pobreza que entregan las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), el creciente déficit de vivienda y la desigualdad territorial, el impacto que generan las zonas de sacrificio ambiental y la amplitud de los movimientos ecologistas contienen — incluso en su dispersión — un programa de reformas profundas. Son la masa crítica del momento, pero ello no debe obviar otras contradicciones.
44 Hace un tiempo me intrigó un tweet de Pablo Torche, escritor y columnista, en el que planteaba que el estallido del 18 de octubre de 2019 fue en parte un “estallido neoliberal contra el modelo neoliberal”. Creo que hay rasgos de eso.
45 Un ejemplo dramático de esa tesis es la pulsión por los retiros de fondos de las AFP y, aún antes, los recursos de protección presentados por abogados de izquierda para retirar sus fondos de pensiones, fundados en el derecho de propiedad sobre ellos. Ambos hechos — los retiros y las acciones judiciales con esa justificación — solo reforzaron el enfoque neoliberal de la seguridad social y, lo más relevante, transformaron esa demanda en una práctica política exitosa. En esto me atengo a una clave marxista que creo válida: esa experiencia, que es a la vez política y cotidiana, porque tiene efectos en el consumo, en el ahorro o en la inversión en un emprendimiento, forma un tipo de conciencia social y política asentada en ese valor individualista. A partir de ahora, su solución no vendrá de un nuevo discurso que plantee el valor de la seguridad social versus el ahorro individual, es decir, de una idea general por otra idea general, sino de una práctica social concreta por otra práctica social concreta. El reemplazo de una experiencia que muchos percibieron como exitosa necesita otra experiencia exitosa en torno al valor de la seguridad social. Obviamente, la insistencia en los retiros de fondos de pensiones jamás hará eso.
46 A su vez, si concordamos en que somos una sociedad más compleja y diversa, significa admitir que también existen más y nuevas contradicciones, a veces micro contradicciones, que lo son también de intereses legítimos y valores predomi-nantes. Es lo que tiende a ocurrir con los ganadores y perdedores de la globalización, con los efectos de la innovación en el empleo y en sectores económicos completos, con las exigencias y dificultades de la transformación ecológica y energética que deberíamos acelerar. En dominios distintos, es la tensión que recurrentemente se presenta entre los gremios o distintos grupos de interés y la noción más genérica, pero identificable y necesaria, del interés de la sociedad, de la nación o de la gran mayoría de la población, que incluye a sectores no organizados y a los más débiles. Es cada vez más normal verlo entre las demandas de los profesores versus el interés de los estudiantes (volver a clases en la pandemia o no, realizar la evaluación docente o no), en el control de los aranceles de los médicos versus el presupuesto y la gestión de la salud, en las demandas de los sindicatos de una empresa contaminante o potencialmente contaminante y la preservación ecológica o de la salud medioambiental de la población en esa zona, en el respaldo a una gran inversión productiva versus diversas actividades económicas de una zona, entre los camioneros y una potente red de trenes o simplemente en la ayuda social a través de bonos o el boucher asistencialista que reivindica la derecha versus las políticas sociales colabo-rativas que articulan comunidad y redes de la sociedad civil.
47 En Chile también se expresa el hecho de que la fragmentación de la izquierda, que vemos en otros países de cultura política semejante a la nuestra, es en realidad el resultado de esas contradicciones sociales que no logran ser agrupadas en un proyecto común. La socialdemocracia clásica sigue siendo desarrollista y partidaria de un sistema de protección social, con anclaje en sectores sindicales o gremios de distinto tipo; el liberalismo progresista, que se estructura a través del concepto de la igualdad de oportunidades, representa a sectores emprendedores antimonopólicos y sectores medios emergentes, que reivindican su esfuerzo personal y demandan leyes justas, esperan servicios de calidad del Estado y defienden valores libertarios; la izquierda verde establece límites al desarrollo en base a sus condiciones de sustentabilidad y preservación ecológica, que por esa vía se conecta más a movimientos territoriales y organizaciones antisistémicos, que siempre han entrado en contradicción con el viejo desarrollismo de izquierda; y el populismo que se articula a base del clientelismo, la exigencia de beneficios o demandas de “soluciones ya” y que se alimenta del miedo y el resentimiento.
48 Esa misma complejidad de la sociedad dibuja sus certezas en identidades fuertes. Una de las dificultades de la Convención Constitucional es que, al aprobarse la lista de independientes, se ampliaron las posibilidades de representación propia de esas identidades. Lo que como ejercicio de representa-ción parecía virtuoso, en la práctica ha elevado la fragmentación y debilitado la posibilidad de articular proyectos colectivos amplios. Los marcos estratégicos tienden a ser reemplazados por el esencialismo de los movimientos identitarios. Como cada uno de ellos entiende que su visión encarna un tópico esencial para la sociedad y que ello se traduce en una concepción de mundo, consideran que no basta el enunciado de un principio o un derecho, sino que — por el contra- rio — su garantía real solo es posible si se define el conjunto de elementos que lo caracterizan. En ello radica la tendencia a elevar a rango constitucional muchas materias que podrían ser de orden legislativo o propios de una política pública. Su consecuencia natural, luego, es que al tratar de resolver esas disputas en la Constitución, otros sectores se sientan afectados y rehúyan de votar Apruebo en el plebiscito de salida del proceso constituyente previsto para septiembre de 2022.
49 Algo distinto, pero tristemente convergente con estas zonas de disputa, ocurre con la relativización del crimen. Desde hace ya varios años me tocó ver, siendo diputado en las zonas populares de Santiago, cómo la irrupción del narcotráfico se volvía un fenómeno social y político muy corrosivo para la sociedad civil. Eso se ha extendido dramáticamente a otros ámbitos: al control de las calles para distribuir los puestos de vendedores ambulantes, las mafias que organizan algunas tomas de terreno y cobran el derecho a integrar un comité de vivienda social y el poder económico que han construido en torno al narcotráfico y el robo de madera algunos grupos radicales mapuches. A pesar de la evidencia que existe sobre estos fenómenos, en sectores de la izquierda se limitan a una suerte de comprensión, más propia del anarquismo ácrata que de una izquierda transformadora. Otros creen ver en esos gérmenes de violencia una posibilidad revolucionaria. Es un gravísimo error, muy caro para nuestra identidad y muy injusto con nuestra historia.
50 En Chile, la decisión del Gobierno de Carlos Ibáñez de soltar al lumpen para dañar la legitimidad de las movilizaciones del año 1957, alertó a la izquierda de entonces sobre los riesgos de esa relativización. Y, frente a fenómenos seme-jantes, los comunistas italianos siempre dieron cuenta no sólo de la perversidad de las mafias, sino del potencial fascista de su naturaleza. La valoración que sectores de la izquierda hacen de la cultura de la marginalidad ha generado un punto ciego respecto de ese fenómeno. Y, como observamos en tantas experiencias de otros países, ahí también se anida un peligro reaccionario, porque se transforman en un poder antidemocrático desde el poder económico que adquiere la criminalidad.
51 Lo que no se debe dejar de considerar, en definitiva, es que el fenómeno de la abstención se anida en ese tipo de nihilismo, que mira con distancia la idea de un proyecto transformador, la posibilidad de un ethos compartido y es más propenso al individualismo que al activismo cívico o el compromiso republicano.
52

Desafíos y complejidades para Boric

53 Siguiendo la pista a estas variables y sus contradicciones, que dan lugar a una especial ambivalencia de corrientes y tendencias, podemos indagar algunos de los desafíos y complejidades que van a marcar la presidencia de Boric. Su apreciación por toda fuerza responsable es una sana obligación política. Si concordamos que Boric representó y canalizó un espíritu de los tiempos, sin desmerecer sus propias virtudes, no puede dejar de prestarse atención a los giros en los juicios dominantes de la ciudadanía, a las condiciones políticas, económicas y sociales que van dibujando esa percepción y, sobre esa base, advertir los riesgos que encierra un cambio de los vientos, aunque solo sea potencial.
54 Volveré a la enumeración para poder distinguir y reunir factores en juego. Primero, el presidente Boric debería evitar uno de los errores claves del expresidente Sebastian Piñera. Si se recuerda, Piñera solía decir que su mandato tenía el peso de haber obtenido el 54% en la segunda vuelta contra Alejandro Guillier y, por esa vía, escondía o eludía el hecho de que en la primera vuelta había obtenido sólo un 36%. La estructura narrativa inicial de Boric también se impregnó del mensaje de que en la segunda vuelta alcanzó un 56% y que fue el Presidente de la República elegido con más votos (lo que no es real si se considera en comparación con la población electoral de elecciones anteriores), dejando atrás que en la primera vuelta sólo llegó al 26%, con un universo de participación del 47% de los electores. Esa abstención del 53% debe seguir siendo considerada un fenómeno en sí misma y no debe relativizarse porque ella bajó al 45% en la segunda vuelta.
55 Su riesgo obvio es que, si no se mantiene una vocación de mayoría, pueda profundizar la temprana caída de aprobación ciudadana que ya registra y acercarse a los rangos del 25% o menos, que ya por largo tiempo debieron enfrentar Michelle Bachelet y Sebastián Piñera en sus segundos períodos presidenciales. La debilidad que ello implica para cualquier proyecto transformador es muy evidente.
56 Segundo, la dualidad que acompañará este período es la mezcla entre esas fuentes estructurales de la desesperanza descrita y la aspiración de un proyecto histórico que envuelva a la ciudadanía activa. La sola idea de un “proyecto histórico” resulta grandilocuente, precisamente por el vacío que todas las fuerzas políticas estamos transmitiendo, que en algunas es un vacío de contenido, en otras de vocación de proyecto y en otras de sentido de realidad. Y, al mismo tiempo, al no haber esa visión general, los detalles y acciones coyunturales, pesan cada vez más como minucias, farándula y tonteras o pillerías que dominan la escena. Para la mayoría es una clase de algazara sin mucho sentido.
57 En mi opinión, si calibramos más detenidamente el 78% del Apruebo y el 79% a favor de la Convención Constitucional, es razonable pensar que existe una masa crítica en la ciudadanía que sí se inclina a favor de reformas profundas, que expresa o al menos intuye la necesidad de una alternativa que sitúe una visión de futuro. Boric tiene delante de sí esa posibilidad. Pero, de nuevo, hay que distinguir matices, fortalezas y debilidades respecto del momento y de su estilo. Me detendré en dos aspectos que considero cruciales.
58 En primer lugar, la estructura discursiva del presidente Boric suele colocar énfasis en una trilogía que va muy de la mano: el valor de la voluntad política, la importancia de la conciencia en los cambios y lo que la filosofía del lenguaje describe como un habla declarativa. Muchos de sus discursos, declaraciones y reacciones cuestionan que lo que realmente ha faltado en el país es la voluntad política para hacer los cambios, para ir al fondo o la esencia de los problemas. Eso es lo que — ha sostenido — le faltó a la Concertación y a la Nueva Mayoría. Ello se sustenta en la idea de que las contradicciones de la sociedad tienen “una” solución, más o menos identificada o meridianamente clara, que es o debe ser conocida por todos y que, si se ejerce el poder con voluntad política y decisión, se podrá satisfacer las demandas, realizar las transformaciones en beneficio de la mayoría. Para que ello sea posible, a su vez, es fundamental que la ciudadanía tenga conciencia de los problemas y cuál es la solución para que las personas y las instituciones puedan actuar en consecuencia, es decir, que la toma de conciencia derive en actos e incluso en modos de vida coherentes con ella. Los actos de habla declarativos, por último, se conectan con esa aproximación a los problemas políticos, porque se fundan en la tesis de que el lenguaje constituye realidad, esto es, que la simple expresión verbal de un propósito es por si sola capaz de llevar a cabo su implementación práctica.
59 La estructura idealista de esta aproximación es una de las virtudes de Boric, pero también de sus límites y riesgos.
60 El lenguaje constituye realidad, es cierto, pero no reemplaza la facticidad ni las condiciones de realidad para que un cambio se concrete. La dimensión de la política como arte se conecta a ese potencial creativo de la palabra, pero esa propia noción surge de la práctica de la artesanía, esto es, de la transformación de un material en una pieza. Lo que se halla de por medio entre el acto de habla declarativo y la acción es la promesa implícita de ejecutar y gestionar el cambio, asegurar que sea llevado a la práctica. Los discursos y las declaraciones son un acto de poder únicamente cuando se encaminan a su realización. Cuando ello no ocurre, la promesa se vuelve una demagogia, el habla pierde sentido y se convierte en gran medida en la fuente misma de la pérdida del poder.
61 Ese es actualmente, si lo miramos cara a cara, uno de los problemas medulares de la actividad política: la palabra ha perdido su peso.
62 Varias de las dificultades de las primeras semanas de gobierno tienen este sustrato. Aunque a partir de la experiencia es probable que se vayan superando, vale la pena ilustrarlas con ejemplos concretos. Cuando la ministra Izkia Siches declara su voluntad de diálogo para resolver el conflicto mapuche y transmite de buena fe ese propósito, asume que sería bien recibida en la comunidad de Temucuicui y, en vez de ello, es recibida a balazos por los grupos radicales; cuando el ministro Grau ofrece perdón a nombre del Estado por la falta de seguridad a los comerciantes y emprendedores que rodean la Plaza Italia, asume que está creando condiciones para superar la aguda crisis vivida por ellos, sin asumir que ahí se anidaron mafias y ritos de violencia radical; cuando el presidente Boric declara que la nueva Constitución debe ser amplia y transversal, considera que ello crea las condiciones para que dicho propósito se materialice en la Convención, lo que no ha ocurrido; cuando él afirma que la violencia es intolerable, que no se la debe naturalizar, y plantea un acuerdo político en su contra, asume que el planteamiento es lo suficientemente potente como para contener sus fenómenos; cuando sostiene que el gobierno cerró su fase de instalación, asume que ello va a significar un giro real en la capacidad de gestión y conducción del gobierno.
63 La acción, la gestión, el mando, la conducción y la articulación como hechos políticos requieren más que esos actos declarativos. En caso contrario, ellos generan primero una inconsistencia, luego una pérdida de confianza e irritación de la gente y, al final, una inevitable (y bien fundada) repulsión ciudadana.
64 En segundo lugar, esta distinción, que es narrativa y política, tiene otra consecuencia que se ha hecho notar especialmente en la Convención. Una de las grandes discusiones en la izquierda, que se expresó con particular vehemencia en torno al programa de la Unidad Popular, ha sido respecto de cuál debe ser el ritmo de las transformaciones, de cuán reformistas o revolucionarias deben ser las medidas.
65 El punto es que, por esa vía, el debate constitucional deja de ser respecto de cuáles son los derechos fundamentales y sus garantías y pasa a ser una definición de normas que establecen un programa para su cumplimiento. Desde el punto de vista democrático, lo primero recoge las corrientes del constitucionalismo moderno, que amplían el catálogo de derechos fundamentales y lo considera una fuente de equilibrio de poder en la sociedad, al fijar mínimos civilizatorios que permitan el ejercicio real de la democracia; pero lo segundo sobrepasa un límite, al extraer de la soberanía popular y, por lo tanto, de la deliberación democrática, cuál es el modo en que la mayoría resuelve resguardar esos derechos.
66 Al cruzar esa línea, no solo ponemos en riesgo el proceso constituyente, ya que amplía el arco de fuerzas en su contra, sino que también se deja atrás la posibilidad de establecer una superioridad moral sobre la Constitución de 1980 que trazó un programa neoliberal y conservador en su parte dogmática. Lamen-tablemente, en el proceso muchos convencionales no han visto o no han querido asumir esa paradoja. No comprenden que dejar atrás la dictadura no es forjar una Constitución partisana, ahora de otro carácter, sino una que defienda y garantice los derechos fundamentales, pero deje un amplio espacio a la soberanía popular. El gobierno de Boric, por su ascendiente e influencia, todavía puede evitar ese desvarío.
67 Tercero, un proyecto de cambios profundos precisa de un bloque de fuerzas políticas consistente con ese propósito. Estamos lejos de ello. Sin embargo, tampoco hay que verlo como un factor estático, si está o no está ahora. Aunque lo ideal es que se avance rápidamente a la articulación de esa fuerza de sustento de las reformas, es inevitable que sea todo un proceso y que tendrá la complejidad de un ajuste de corrientes y partidos. Si lo miramos en términos históricos, la crisis política y social de estos años, es semejante al reordenamiento de fuerzas que hubo en el período 1924—1932, que incluyó la creación del Partido Socialista en 1933; o al ajuste que se produjo en los años 1950 en torno al declive del Partido Radical y la crisis de los partidos Liberal y Conservador, que los llevó a su extinción y reagrupamiento en el Partido Nacional; o a la larga redefinición de la izquierda en los años de la dictadura, en la que finalmente se separaron el Partido Comunista y el Partido Socialista (este último pasó a conformar una alianza con la Democracia Cristiana).
68 Este ajuste de fuerzas ya lleva un tiempo, pero todavía no ha madurado y lo esperable es que decante en otro mapa político. De momento, para el núcleo que rodea al presidente Boric es cómoda la tesis de los anillos de poder, bajo el paraguas de “un gobierno y dos coaliciones”. Sin embargo, muy tempranamente eso ya muestra sus signos de agotamiento. No es viable, al menos para un proyecto de reformas estructurales. Seguirá siendo necesaria una coalición plural, pero más consistente y clara en cuanto a su proyecto compartido.
69 Luego, ¿por qué derroteros puede caminar ese propósito? A mi juicio, Boric debería proponerse la reunificación del Partido Socialista.
70 Si se mira la composición de su gabinete y su política de alianzas, es evidente que el eje lo constituye lo que podríamos llamar un PS ampliado, porque hay un tronco muy relevante de ministros socialistas y otro que proviene de partidos o movimientos que surgieron o son un quiebre reciente del PS: Revolución Democrática, Convergencia Social, Comunes, Fuerza Común y el movimiento Unir. Obviamente, no es una tarea fácil desde el punto de vista humano y político, porque muchos de esos quiebres son recientes. Sin embargo, es imprescindible para el éxito del gobierno y la posibilidad de transformarlo en un eje sólido, capaz de concentrar a su alrededor una coalición más amplia. Es también un esfuerzo ideológico y de proyecto, pero en ese conjunto de fuerzas hay una masa crítica y liderazgos históricos que podrían decantar los principios y criterios de ese propósito.
71 Ahora bien, desde una aproximación inicial a los números de la última elección, esa eventual convergencia representaría sólo el 17,3% de los votos válidos. Vale decir, tampoco es suficiente. Sería solo un pivote más fuerte de una coalición necesariamente más amplia.
72 El Partido Comunista enfrenta sus propias divisiones internas, que son explícitas a partir de los gestos y declaraciones de Jadue. Sin embargo, su núcleo de dirección y sus ministros, al igual que en el Gobierno Bachelet, expresan la voluntad de ser gobierno, de asumir las responsabilidades y los costos de gobernar. Incluso, en contra de la experiencia que representó la inclusión del PC francés en el gobierno de François Mitterrand, que en 1983 se retira del gobierno por sus diferencias con el giro de la política económica, el PC chileno puede tener más vocación de unidad que otras fuerzas. Es más probable que suceda lo que se vivió en Grecia en 2015 con el quiebre al interior de Syriza por la renuncia del ministro de finanzas Yanis Varoufakis, esto es, que otras fuerzas más pequeñas del Frente Amplio o del bloque Chile Digno salgan a propósito de una crisis específica. No descartaría que el PC sufriera escisiones desde la izquierda, entre otros del propio Jadue, pero una salida institucional del PC del gobierno de Boric parece poco factible. Solo algo muy grave derivaría en esa posibilidad.
73 Para que eso sea realidad, Boric debería cultivar con cuidado y tacto esa relación con el PC, lo que también depende de que el PS asuma en propiedad el giro a un programa socialdemócrata de izquierda.
74 En ese contexto, la centroizquierda — en sus vertientes liberal-progresista, ecologista y de movimientos ciudadanos — también debe redefinir su proyecto y superar el carácter postmoderno que los ha caracterizado, porque ese ciclo de identidades fluidas tiene su propio registro de agotamiento. En tiempos de incertidumbre hay más demanda por identidades fuertes.
75 Algo similar le ocurrirá a la Democracia Cristiana. Su propia dispersión es muy elocuente del big bang de sus corrientes. Las preguntas inevitables son ¿qué hace que el sector que acompañó a Zaldívar en su quiebre de la DC para apoyar a Piñera el año 2009 hoy esté mayoritariamente en Apruebo Dignidad? ¿por qué la DC actual sigue dividida entre quiénes están por una alianza con el gobierno de Boric y otros siguen añorando a la Concertación? ¿por qué otro sector que se salió de la DC se suma, básicamente, a las tesis neoliberales de la centroderecha? Esa disolución en casi todo el espectro político refleja la dispersión de proyectos y de sectores concretos de la sociedad chilena: la veta popular y corporativista de algunos; la base política y cultural con vocación socialcristiana que se siente cómoda en un proyecto socialdemócrata; la tensión entre el socialcristianismo y el giro liberal de las clases medias; y la disputa que intentó Edgardo Boeninger con el proyecto neoliberal-conservador de la Unión Demócrata Independiente, la heredera el viejo Partido Conservador, que — en parte — es otra disputa por las elites del país. La definición más clara de un socialcristianismo anclado en su base popular y la clase media emergente, que incluye sus corrientes corporativistas, puede ser parte de una coalición progresista más amplia. Eso requiere, desde luego, más que gestos simbólicos.
76 Si prestamos atención a las tensiones y contradicciones del proceso, si asumimos con realismo la ambivalencia de la actual crisis política, si vemos un proyecto de reformas desde el realismo que encierra su propia complejidad y si articulamos un bloque que requiere anclajes políticos e ideológicos, podemos contener los riesgos de una regresión conservadora y autoritaria, sin duda todavía latentes, y comenzar otro ciclo histórico de reformas estructurales de carácter democrático y progresista.

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